Siempre le he puesto nombre a las cosas. Comienzas poniéndole nombre a los juguetes, desde que eres pequeño, sobre todo a los muñecos y a los peluches. Luego tú, o tus padres, le ponen nombre al coche. En mi casa los tres primeros coches se llamaron Mingui (bueno, en realidad el primero se llamó Willy, pero mi hermano pronunciaba mejor Mingui), y a partir de ahí el único que tuvo ente nombrada sería el Basurillas. Los demás también han tenido nombre, pero no los hemos llegado a llamar de una forma tan habitual o automática por ellos, sino simplemente el coche. Y es mucho menos divertido, y aumenta la distancia afectiva con el objeto.
En fin, que siempre terminamos por ponerle nombre a las cosas con las que más contacto tenemos en la vida diaria, o las cosas a las que más apego tenemos. Nuestro coche, nuestra tele, nuestro estéreo, nuestro móvil, nuestro portátil, nuestra perforadora de papel (la mía se llama colmillitos). El aire acondicionado de la ofi de turismo de San Ildefonso era R2. La estufa de la iglesia de San Miguel, Leocadia. Cuando mi madre se compró la primera lavadora, automática, mi hermano le preguntó para qué servía (debía tener unos tres años). Mi madre le dijo que para que mamá tuviera más tiempo. Un día mi hermano tenía ganas de ir al parque y mi madre le dijo que cuando acabase las tareas de casa. Él le dijo, con las palmas hacia arriba y cara de obviedad 'Pues pon la Tomatica y vámonos'
Incluso las colecciones. Todos mis jabalíes tienen nombre. El último se llama Furious y da un poco de miedillo. Pero hasta puse nombre a mi cerdito hucha, Murray. Y mis amigos les ponen nombre a las casas: El Poney, la Antrosera, el Flet, el Orcotalan... en fin...
Llamar a tu memoria USB el piticlín, o a tu portátil Luci (por Lucifer) son otros ejemplos de gente cercana a mí que, casi sin darse cuenta, otorga nombre propio a sus posesiones. A veces fruto del aprecio, otras veces fruto de la cotidianeidad.
Y ¿Por qué hacemos esto? Cada uno puede aportar su respuesta. Pero en mi caso son las tendencias animistas, las creencias en el Geist de todo lo que existe y, por ende, la necesidad de otorgarle una identidad propia que además los enlace con mi universo, las que me hacen buscar nombre a las cosas. Estoy convencida de que no existe diferencia entre cuando llamé a mi primer muñeco Pepe y cuando me traen un jabalí nuevo al que me apresuro a bautizar. No se trata de infantilismo. Se trata de inclusión, de un nuevo registro en el sistema conceptual de la realidad más inmediata.
No por ello dejo de relacionarme con las personas. Eso es absurdo. Pero esas mismas sensaciones de espíritu inherente en los objetos son comparables a aquel nosequé que me impedía siquiera beber en la iglesia en la que trabajaba porque me imponía solemnidad aun no siendo cristiana, o la sensación apabullante y de silencio que embarga al entrar a una cueva, o la introspección a la que te somete un bosque en otoño.
Seguro que os pasa, como me pasó a mí al leer el post de Kaworu, que os dais cuenta ahora de la cantidad de cosas de vuestra realidad cotidiana a las que habéis puesto nombre. Seguid haciéndolo. Es una pequeña muestra de magia. Aunque si me lo queréis comentar, me pica la curiosidad :)
Besos
Findûriel, intentando recobrar documentos.
Y ahora mi canción favorita de Weezer, en la que tengo un 100% en el Guitar Hero:
MY NAME IS JONAS